Si pude una vez, puedo siempre

Imagen de María sentada, vestida de blanco y con las manos en las rodillas

admin

26 Octubre, 2020

Historias personales

0 comentarios

1.371 visualizaciones

Soy una mujer de 47 años, que ha vivido dos realidades diferentes: una antes de los 30, sin discapacidad, y otra desde los 30 en adelante, con una discapacidad.

Mi vida anterior cumplía con muchos de los cánones marcados por la sociedad para una mujer; era sana, joven, con estudios universitarios, con pareja, con empleo, educada y desenvuelta en las tareas domésticas. Parecía que lo tenía todo… pero algo fallaba y ahí se centraba la atención, no tenía hijos. La idea constante de completar el prototipo me traslada a 2003, año en el que tengo un ictus como consecuencia de un tratamiento de fecundación in vitro, que me deja de compañera una hemiplejia izquierda que será mi aliada el resto de mi vida.

A partir de aquí la vida cambia, y no tanto la vida como mi percepción y mis expectativas, así como la de los demás sobre mí. De ser una persona con proyección, pasé a ser una persona dependiente de cuidados básicos y de la que ya no se esperaba mucho, ni siquiera yo misma.

Mis objetivos personales, sociales y profesionales cambiaron de un día para otro, algunos desaparecieron. Mi ‘valía’ cambió, a pesar de ser la misma persona.

Sin embargo, los apoyos y confianza recibidos por parte de mis círculos más cercanos, junto a cualidades y capacidades mías que adquirieron una mayor relevancia, me hicieron capaz de recuperar mucha autonomía, sobre todo física, porque la autoconfianza y la autoestima es otro cantar; eso cuesta mucho más. Lo digo porque, si algo me hizo la discapacidad, fue fulminar la confianza en mí misma y en mis posibilidades. Donde nunca me creí con dificultad para tener un empleo, ahora no podría trabajar en nada y sería una carga para mi pareja; si antes no tuve hijos, ahora aún menos; si antes pensaba en acercar mi residencia para cuidar a mis padres, ahora no podría hacerlo; y así, me doy cuenta de que vivimos en una sociedad donde el valor de las personas viene dado por un lado por cuánto nos ajustemos a nuestros roles de género y por otro, en función de las capacidades y logros que alcancemos en nuestra vida, valorándonos más por lo que podamos hacer que por lo que somos.

Pero como digo, mis cualidades personales junto a los apoyos me permiten avanzar y superar muchas trabas y prejuicios, tanto míos como de mi entorno. Fui mamá de dos niños, consigo bastante autonomía y consigo volver a ser activa laboralmente, ocupando puestos de responsabilidad.

Aun así, persiste la idea en mí de sentir que tengo que demostrar en todos los ámbitos de mi vida (como mujer, como madre y como trabajadora) que soy capaz. Persiste en mí un lastre de inseguridad, que camuflo en cierto modo, apoyándome y buscando siempre la aprobación de mi pareja, como apoyo indispensable para mí. Y persiste en mí la idea de que sola sería imposible.

A día de hoy, otra jugada de la vida me pone ante un nuevo reto: me divorcio. Ahora sí que sí, tengo que coger las riendas. Y voalá, mis miedos me llevan al límite, encontrándome sola para afrontar las situaciones de la vida y ahí aflora el impulso para que mi discapacidad pase a un segundo plano en mi cabeza.

Ya sé qué cosas me cuesta más hacer, pero conozco lo que soy y mi potencial y si pude una vez, puedo siempre.

Ahora mi lema es ‘Qué bonita era mi jaula… pero mi sorpresa fue al salir. Mi sorpresa fue el tamaño de mis alas’.

 

María muñoz,

mujer con daño cerebral

 

 

Compartir

Entradas relacionadas